UNA NUEVA PRIMAVERA ESPIRITUAL


«Si se promueve la lectio divina con eficacia, estoy convencido de que producirá una nueva primavera espiritual en la Iglesia… La lectura asidua de la Sagrada Escritura acompañada por la oración permite ese íntimo diálogo en el que, a través de la lectura, se escucha a Dios que habla, y a través de la oración, se le responde con una confiada apertura del corazón… No hay que olvidar nunca que la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino»

Benedicto XVI, 16 septiembre 2005


HISTORIA Y PASOS DE LA LECTIO DIVINA




INVOCACIÓN AL ESPÍRITU SANTO





lunes, 16 de agosto de 2010

Lunes 16 de Agosto : San Roque


Vida de San Roque

Nació en Francia, en la ciudad de Montpellier, el año 1295, de padres ricos. «Roc» o «Roque» era seguramente su apellido. En aquella comarca hubo otros «Roques» por aquel siglo. No sabemos su nombre de pila. Murió en 1327. - Fiesta: 16 de agosto.
Hoy día son raras las pestes en los países civilizados, porque están bien atendidos los medios de desinfección, y porque la medicina y la higiene pública han progresado muchísimo. Pero antiguamente la peste era frecuente. Algunas comarcas eran especialmente perjudicadas de ella, por causa de las aguas poco sanas o del clima riguroso. Sobre todo solía propagarse en tiempos de guerra, o cuando ésta había acabado; efecto de la suciedad de los campamentos y de las infecciones que contraían los soldados viviendo semanas y meses sin poder cuidarse de la limpieza más precisa.
Una de las épocas en que la peste azotó más los países cristianos del sur de Europa, particularmente Italia, fue la primera mitad de la decimocuarta centuria. Tenemos que atribuirlo al gran comercio que hubo en aquellos tiempos entre estos países y los de Oriente.
Llegaban a los puertos del Mediterráneo muchos barcos orientales cargados de objetos primorosos y de riquísimas especias; pero también de gente sucia que no tenía medios de aseo, y que difundía las semillas de muchas enfermedades y fiebres de sus lejanas tierras. Numerosas ciudades y regiones fueron víctimas de epidemias horribles.
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Pues bien: en aquella época vivía un santo que curó innumerables apestados con la señal de la Cruz: San Roque. Su historia, especialmente la de su infancia y primera juventud, es muy oscura. Lo que nos cuentan los antiguos historiadores es que, ya desde niño, Roque se distinguió por su corazón piadoso, de tal manera que encantaba a sus padres y a cuantos le conocían.
A sus veinte años quedó huérfano de padre y madre. Encontrándose dueño de una fortuna considerable, se acordó del consejo de Jesucristo: «Si quieres ser perfecto, da tus bienes a los pobres y sígueme». Y he aquí que al momento lo puso en práctica. Como no tenía hermanos, cedió una parte de la herencia a un tío paterno, juntamente con todos los derechos que le pudiesen pertenecer desde entonces en adelante. Y hecho esto, vendió secretamente el resto de su hacienda y distribuyó su precio entre los necesitados. Descargado totalmente de los bienes de la tierra, se vistió de peregrino y emprendió viaje hacia Roma.
Pidiendo limosna y sintiéndose feliz cuando se la negaban groseramente o cuando le asaltaban los perros de los cortijos, llegó a Aquapendente, ciudad italiana donde la peste estaba haciendo grandes estragos.
Deseando prestar ayuda al prójimo, se presentó en el hospital, pidiendo que le admitiesen como enfermero. El administrador no quería acceder a esto, pues le inspiraba lástima verle, tan joven y delicado, exponiéndose a la muerte. Pero tanto y tanto insistió Roque en su petición y en decir que tenía segura confianza en Dios, que, al fin, fue aceptado.
Y comenzando su tarea, visitó uno por uno todos los lechos, haciendo la señal de la Cruz sobre cada uno de los apestados. Todos ellos se sintieron curados al instante. ¡Ya podéis figuraros el pasmo de todo el hospital ante semejante maravilla! Inmediatamente salió Roque a la ciudad y curó, de la misma manera, a todos los enfermos que había en las casas.
Comenzó a correr la voz de que era un Ángel enviado del Cielo, para librarlos de la epidemia. Querían hacerle una gran demostración de homenaje. Pero él, para evitar toda suerte de honor, huyó escondidamente.
Antes de llegar a Roma, hizo semejantes milagros en la ciudad de Cesena, igualmente apestada. Una pintura de la Catedral lo recuerda. También encontró a la Ciudad Eterna atacada por tan horrible azote. Fueron numerosas las curaciones que hizo allí. Asimismo en los alrededores y en otras comarcas italianas, adonde se trasladó expresamente. En Plasencia tuvo un sueño en el que oyó la voz de Dios que le decía: «Siervo fiel, ya que has tenido bastante ánimo para dedicarte al cuidado de los enfermos por mi amor, tenlo para sufrir la prueba que te voy a enviar».
Al despertar se sintió atacado de tina fiebre abrasadora y de unos dolores acerbadísimos, y levantó el corazón al Cielo, no para quejarse, sino para dar gracias a Dios bondadoso, pues le daba una ocasión de sufrir por amor suyo. Lo colocaron en el hospital entre los demás enfermos víctimas de la epidemia. Sus dolores se agravaron más todavía, de manera que no podía evitar dar grandes gritos.
Cuando se dio cuenta que molestaba a los demás enfermos, se levantó de la cama y se dispuso a salir fuera de la ciudad hacia alguna cueva o refugio en que no molestase a nadie. Burlando la vigilancia del hospital, aunque con mucha dificultad para caminar, llegó a un bosque vecino en donde encontró una pequeña cabaña abandonada, que le sirvió de asilo.
Sintiéndose devorado por la sed, alzó los ojos al Señor, diciendo: «¡Oh Dios de misericordia!, os doy gracias porque me permitís sufrir por vos; pero, ¡oh Señor¡, no me abandonéis en mi tribulación».
Al instante vio salir de una roca inmediata una fuente de agua cristalina y abundante. Apagando su sed con aquella agua milagrosa y lavándose frecuentemente en ella, se fue curando poco a poco.
No lejos de la cabaña había unos grandes cortijos. El señor de uno de ellos, llamado Gotardo, se dio cuenta que uno de sus perros arrebataba cada día de la mesa un panecillo y lo llevaba más allá de los campos. Lo siguió y vio con sorpresa cómo el animal ponía el pan en las manos de Roque. El señor pensó: «Éste debe ser un Santo, pues Dios le sustenta de una manera tan maravillosa». Se acercó y le preguntó quién era. Roque le respondió: «Apartaos de mí, que puedo contagiaros de peste».
Pero Gotardo, reflexionando, se convenció de que se hallaba delante de un gran siervo de Dios, y comenzó a hablar con Él sin temor, y enseguida se hicieron grandes amigos, de tal manera que quiso imitarlo en su vida de pobreza y penitencia -como lo hizo efectivamente-.
Renunció Gotardo a toda su hacienda y determinó vivir en una cueva del bosque, completamente olvidado del mundo y entregado a la contemplación de las verdades divinas.
Roque lo ejercitó en alguna prueba durísima, como la de hacerle salir a mendigar por aquellos cortijos conocidos, cuyos moradores le tomaron por loco y lo llenaron de mofas e improperios.
Al mismo tiempo lo fue instruyendo en el camino de la perfección y no lo dejó hasta que le vio entrenado en su nueva y santa vida.
Mientras tanto, Roque había oído la voz de Dios que le ordenó: «Roque, fiel siervo mío; ya que estás curado de tu mal, vuelve a tu patria, y allí harás obras de penitencia; y prepárate para merecer un lugar entre los bienaventurados del Paraíso». En efecto, se sintió completamente curado y decidió obedecer el mandato del Cielo.
La ciudad de Montpellier estaba en guerra, y así, al llegar, lo tomaron por espía.
Como habían pasado unos cuantos años y el Santo estaba muy cambiado, nadie lo reconoció y él no quiso decir quién era. Se presentó como un pobre peregrino; nadie le creyó. Le apresaron y después de hacerlo ir de tribunal en tribunal, lo metieron en un calabozo infecto y oscurísimo en donde vivió cinco años, ejercitándose en el ayuno y la oración, en la que pasaba todo el día y la mayor parte de la noche.
Finalmente, una luz misteriosa iluminó el calabozo, y Roque oyó que Jesucristo le decía: «Ha llegado tu hora, y quiero llevarte a mi gloria. Si tienes alguna gracia que pedirme, hazlo ahora mismo».
El santo prisionero le pidió nuevamente el perdón de sus culpas y que fuesen preservados o libres de la peste aquellos que acudiesen a su intercesión. Poco después murió dulcemente.
Del calabozo salían unos rayos de luz brillantísima. El cuerpo del Santo resplandecía y a su lado se encontró una tablilla con esta inscripción: «Todos los que imploraren la intercesión de Roque, se verán libres del terrible azote de la peste».
La nueva de estas maravillas se extendió rápidamente por la ciudad. La gente quería ver al Santo.
Su tío reconoció el cadáver, y dispuso que se le hiciesen exequias triunfales, en las que tomó parte todo el pueblo.
El cuerpo fue sepultado primeramente en la iglesia principal, y más tarde en una capilla edificada expresamente en honor de San Roque. Hoy es una iglesia magnífica, adonde acuden devotas muchedumbres para pedir su protección contra las enfermedades contagiosas.